En Guayaquil se pierden los muertos. Con las morgues colapsadas y camiones depósito estacionados en la puerta de los hospitales, una escena se repite: familiares caminan entre víctimas del COVID-19, buscando a la suya. Muchas de esas veces no la encuentran. “Hay quienes se llevan el cuerpo de otro y el muerto se pierde para siempre”, le asegura Paola Vélez, guayaquileña de 26 años, a Infobae.
El mes pasado Paola tuvo que enterrar a su primo hermano, William, muerto por coronavirus. Enterrarlo literalmente. Tras pasar una noche entera con el cuerpo en la parte de atrás de una camioneta, se encontró hace apenas unas tardes sosteniendo junto a su papá y su mamá, las cuerdas que bajaron el cajón del joven de 25 años a una fosa recién hecha.
Hasta no hace mucho la escena les hubiera resultado imposible. Tanto como los cadáveres en los porches de las casas o sobre el asfalto en los barrios que rodean el centro de Guayaquil. Postales a las que poco a poco la ciudad se fue acostumbrando, pasando del horror absoluto, a la aceptación forzada.
La alcaldesa, Cynthia Viteri, declaró en una entrevista el 13 de abril pasado que la ciudad portuaria, con cerca de tres millones de habitantes, registró unas 1500 muertes más en marzo pasado, que en el mismo mes de 2019. Ese número, dijo, incluía las pérdidas de enfermos por otras afecciones, como problemas cardíacos o hipertensión, que morían por falta de asistencia médica en un sistema de salud colapsado por la pandemia.
El mismo mes un informe del periódico norteamericano The New York Times, basándose en los datos de mortalidad en Ecuador, estimó que la cifra en el país sería 15 veces mayor a la oficial.
Paola y William
Paola era sólo seis meses mayor que William. Sus madres son hermanas, crecieron en casas linderas en un barrio a las afueras de Guayaquil y cuando ella habla de él, las palabras “primo” y “hermano”, se vuelven sinónimos. Sólo las cambia en algunos pasajes de la charla con Infobae por la quechua “ñaño”, que vendría a ser cuando al vínculo sanguíneo entre dos hermanos, se le suma el afecto.
William Fernando Zambrano Chipre era taxista y miembro de la banda de guerra de los bomberos voluntarios de la Compañía “San Florián” Nº54 de Guayaquil. El 16 de abril las sirenas de las autobombas se encendieron en su honor, cuando llegó hasta el cuartel de la Avenida Pascuales, la noticia de su muerte.
Antes de ser bombero había pertenecido a la banda de músicos del equipo de fútbol Emelec. Durante un tiempo Paola alentó a “los azules”, después de que su primo la llevara el día de su cumpleaños número 19 a ver un partido de Copa Libertadores contra Peñarol. Ese día los ecuatorianos se impusieron 2-0 ante los charrúas y esa noche, ella se encontró festejando su juventud al ritmo de su “ñaño”.
“Era una persona alegre, bromista. Si tu te molestabas con él, se te reía”, lo describe y la voz le sonríe. De la última vez que habló con William recuerda que él ya casi no tenía fuerzas para responder. Siguieron a esa charla entrecortada la internación, la necesidad de un respirador, la búsqueda desesperada. La aparición a último momento de un equipo que minutos antes había estado conectado a un paciente que acababa de morir.
Después de 10 días en terapia intensiva el coronavirus venció a William. Cuando recibió la noticia Paola gastaba la pantalla de su teléfono buscando medicamentos para él que no se conseguían en ninguna farmacia de Guayaquil. De pronto todo se detuvo. “En ese momento fue una negación, en mi cabeza Willy estaba bien”, dice.
Cronología de un entierro
10:00 p.m. del jueves 16 de abril
A las diez de la noche Paola y su mamá, Flor María, llegaban hasta la puerta de cuidados intensivos del Hospital de la Policía Nacional de Guayaquil. Una conocida que trabajaba ahí les dijo que si iban en ese momento, ella podía ayudarlas a agilizar los trámites.
“Aquí hay como dos vías, dependiendo de si la persona muere en tu casa o en una clínica”, explica en este punto Paola y aclara sobre las muertes que se dan en las casas, que “nadie dio un protocolo a seguir”. “Por eso lo que hace la gente es ponerlos en los portones afuera, en el piso, en las aceras, o en el medio de la calle”, pone en palabras las fotos de cadáveres que dieron la vuelta al mundo y a la ciudad el mote de “la Wuhan ecuatoriana”.
“Hay gente en los pueblos que ha optado por hacer balsas y llevar los cuerpos mar adentro, tirarlos al agua”, agrega sobre algunos rincones del país, más allá de los límites de Guayaquil, a donde no llegan las cámaras pero sí la pandemia.
Ese jueves por la noche, parada junto a su mamá en el sector de terapia intensiva del hospital, Paola admite que seguía esperando a que alguien viniera y les dijera que todo se había tratado de un error. “Cuando veo a la doctora llegar con los papeles y el nombre de mi primo en el acta de defunción, recién entonces entiendo que había muerto”, comparte con Infobae.
10:30 p.m.
En una Guayaquil donde todavía rige el toque de queda entre las 14:00 p.m. y las 5:00 a.m., consiguieron que les prestaran a esa hora de la noche una oficina donde poder hacer las copias de todos los documentos y certificados que les pidieron para entregarles el cuerpo. Una vez terminado, sólo les faltaba un ataúd -o una caja-, donde poder llevárselo.
Durante este mes de abril la noticia corrió rápido en el mundo: las funerarias en Ecuador se quedaron sin ataúdes. Por eso empezaron a comercializarse cajas para trasladar cuerpos. Llegaron a venderse a 200 dólares cada una. El municipio de Guayaquil donó mil ataúdes de cartón como un “gesto de solidaridad”, en una ciudad donde la Fuerza de Tarea Conjunta (FTC) recoge como mínimo 100 cadáveres por día de las calles.
00:00 a.m.
“La morgue queda detrás del hospital, así que fuimos a la funeraria, pero no había nadie, estaba todo cerrado. Después de llamar un rato se apareció un muchacho que dijo conocer al dueño y que podía ir a buscarlo”, cuenta Paola volviendo a esa medianoche en la que no había tiempo para llorar. “Mire, recién nos llegaron los ataúdes”, fueron palabras que las tranquilizaron.
Una mujer llora al lado de un ataúd en Guayaquil (REUTERS/Vicente Gaibor del Pino)
1:00 a.m.
Un tío viajó desde Lomas de Sargentillo, el pueblo a 47 kilómetros de Guayaquil donde nació la mamá de Paola, para colaborar. Llegó con su camioneta a la morgue cerca de la una de la mañana.
El mismo chico que las había ayudado antes en la funeraria y el familiar que se acababa de sumar al grupo, colocaron el cuerpo en el cajón y lo subieron a la caja de la camioneta.
“Cada cosa que pasó desde ese momento fue nuestra decisión”, agrega.
01:30 a.m.
En la madrugada del viernes 17 la camioneta atravesó una ciudad de persianas bajas con el féretro de William de cara al cielo. Detrás Paola manejaba su auto. El plan era enterrarlo en el cementerio de Lomas de Sargentillo, evitar el papeleo y los trámites de Guayaquil, que los hubieran obligado a esperar varios días.
“En Guayaquil hubiera sido imposible, deberíamos haber entrado en listas y esperado cinco días, y el cuerpo quedarse en la morgue con el riesgo de que te lo pierdan”, explica Paola sobre la decisión.
Antes de emprender el viaje se necesitaban más copias de certificados, salvoconductos, y cargar gasolina. En eso pensaba Paola mientras manejaba cuando sonó su celular. Era su tía, Consuelo María, la mamá de William. Estaba en su casa, en cuarentena obligatoria con síntomas de un muy probable positivo de coronavirus, porque había estado cerca de él los primeros días. “Yo quiero ir porque tengo que despedirme de mi hijo”, le dijo.
2:00 a.m.
Poco después de las dos de la madrugada la familia de Paola, con la madre de William aislada en la parte de atrás de uno de los autos, partió hacia Lomas de Sargentillo. Consiguieron cargar gasolina a las afueras de Guayaquil, donde las estaciones permanecen abiertas durante la noche para abastecer a los camiones de alimentos y los servicios de emergencia.
4:30 a.m.
El viaje, que suele ser de 40 minutos, se convirtió en una procesión de dos horas y media por la carretera E48. Cerca de las cinco de la mañana, tras pasar dos controles que los dejaron seguir camino, un retén policial en el ingreso a Lomas de Sargentillo detuvo la camioneta.
Paola se bajó del auto y caminó hacia el lugar donde estaban sus familiares discutiendo con los policías, muy a pesar de las advertencias de los uniformados de mantener la distancia obligatoria.
“Cogí los papeles del carro, tomé todos los certificados y credenciales, y me acerqué de todas formas, para decirles que éramos de ahí y teníamos derecho a enterrar a mi hermano ahí. Como él era bombero de Guayaquil no querían. Me decían que les llevaban cuerpos de todos lados, que no podían dejarnos entrar. Hasta que un momento se los pedí como personas. Como seres humanos, como ecuatorianos que en medio de esta tragedia y finalmente nos dejaron pasar”, relató.
5:00 a.m.
Una vez en el pueblo hubo otro mensaje inesperado: el resto de los familiares que viven en el pueblo les pidieron que la camioneta con el féretro de William pasara por sus casas antes de ir al cementerio, para poder despedirse.
La pequeña caravana avanzó entonces por las calles de Lomas de Sargentillo y los parientes salieron a los balcones con velas encendidas. Los miraron pasar en silencio.
5:30 a.m.
La llegada al cementerio trajo un nuevo problema. Como William tenía dirección de Guayaquil -pero, aclara Paola, sobre todo porque la causa de la muerte había sido coronavirus-, en la administración les negaron el permiso para enterrarlo ahí.
7:00 a.m.
A partir de los constantes llamados, de la intervención de familiares y de los mensajes de Paola en redes sociales contando lo que estaban pasando junto a su familia, sin dormir y con un cadáver en plena calle, cerca del mediodía consiguieron que los dejaran entrar al cementerio.
11:00 a.m.
“Nosotros tuvimos que conseguir a los sepultureros, gestionar todo para poder enterrarlo. Cada uno se ocupa de su muerto. Lo enterramos en la zona más lejana y horrible, era una escena de terror. Todos los muertos de COVID-19 están enterrados en esa lugar, como si fueran perros en el fondo de una casa”, describe uno de los momentos que más le cuesta recordar.
12:00 p.m.
A las doce del mediodía la familia había conseguido a tres sepultaremos que cavarían la tumba a cambio de algo de dinero. Les dijeron que todo estaría listo para las 15 hs., pero terminaron varias horas después.
5:00 p.m.
“De cuando estábamos en medio de todas las tumbas esperando a que construyan esa vaina, recuerdo a mi tía alejada, llorando lejos nuestro y nosotras sin poder abrazarla”, se lamenta, sobre otra de las imágenes de ese día. La de la peor versión de la distancia que llegó junto con el virus, la del miedo al contagio, a los otros, a nosotros mismos.
“Cuando los albañiles terminan de hacer esto nos preguntan si teníamos a gente que ayude a meter el cuerpo en la fosa. No sé por qué pensamos que ellos nos iban a ayudar. Finalmente lo hicieron, pero se necesitaban más manos y tuvimos que ser nosotros los que agarráramos las sogas y lo bajáramos a la tierra”, describe la última escena de esa tarde.
Desde el 16 de abril Paola no logra dormir más de cuatro horas de corrido. Sin embargo cuando piensa en William, asegura, no se le viene a la cabeza absolutamente nada de ese día. Lo ve en cambio a él sonriendo, haciendo música junto a otros compañeros, ella bailando a su lado, un noche de 2013 en que ganó el Emelec y son inmortales.